jueves, 14 de enero de 2016

ser feliz sin callarlo

Hay una diferencia que quiero subrayar ahora, la que se establece entre conocimiento y amor. El primero entraña la posesión intelectual mediante el estudio y análisis de sus componentes e intimidad. Por el segundo se tiende a la posesión real de aquello que se ama en el sentido de unirse de una forma auténtica y tangible. Amor y conocimiento son dos formas supremas de trascendencia, de superación de la mera individualidad que presupone el deseo de unión. La fórmula clásica tiene aquí toda la seguridad del mundo: no se puede amar lo que no se conoce. A medida que uno se adentra en el interior de otra persona y lo va descubriendo, se puede producir la atracción. La intimidad y sus recodos es un fértil campo de atracción magnética, que empuja al enamoramiento. Aprender a amar con la razón es recuperarse del primer deslumbramiento y otear el horizonte. Que no ocurra aquello de que deslumbra sin iluminar. El sentimentalismo puro ha pasado a la historia, lo mismo que el racionalismo a ultranza. Uno y otro tienen que entender y superar sus diferencias. Están condenados a convivir y deben llevarse bien. La educación occidental ha privilegiado la razón abstracta, como único camino para llegar lo más lejos posible, desdeñando la parcela afectiva. Ese modelo ha sido erróneo y ha traído grandes fracasos.El perímetro del vocablo amor muestra una gran riqueza en castellano: querer, cariño, estima, predilección, enamoramiento, propensión, entusiasmo, arrebato, fervor, admiración, efusión, reverencia... En todas hay algo que se repite como una constante: tendencia basada en la elección hacia algo, que nos hace desear su compañía y su bien. Esta dimensión de tender hacia algo no es otra cosa que predilección: preferir, seleccionar, escoger entre muchas cosas una que es válida para esa persona.

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